Aqui les dejo del capitulo XI de Cien años de soledad,disfrútenlo
Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
XI
El matrimonio estuvo a punto de acabarse a los dos meses porque Aureliano Segundo,
tratando de desagraviar a Petra Cotes, le hizo tomar un retrato vestida de reina de Madagascar.
Cuando Fernanda lo supo volvió a hacer sus baúles de recién casada y se marchó de Macondo sin
despedirse. Aureliano Segundo la alcanzó en el camino de la ciénaga. Al cabo de muchas súplicas
y propósitos de enmienda logró llevarla de regreso a la casa, y abandonó a la concubina.
Petra Cotes, consciente de su fuerza, no dio muestras de preocupación. Ella lo había hecho
hombre. Siendo todavía un niño lo sacó del cuarto de Melquíades, con la cabeza llena de ideas
fantásticas y sin ningún contacto con la realidad, y le dio un lugar en el mundo. La naturaleza lo
había hecho reservado y esquivo, con tendencias a la meditación solitaria, y ella le había
moldeado el carácter opuesto, vital, expansivo, desabrochado, y le había infundido el júbilo de
vivir y el placer de la parranda y el despilfarro, hasta convertirlo, por dentro y por fuera, en el
hombre con que había soñado para ella desde la adolescencia. Se había casado, pues, como tarde
o temprano se casan los hijos. Él no se atrevió a anticiparle la noticia. Asumió una actitud tan
infantil frente a la situación que fingía falsos rencores y resentimientos imaginarios, buscando el
modo de que fuera Petra Cotes quien provocara la ruptura. Un día en que Aureliano Segundo le
hizo un reproche injusto, ella eludió la trampa y puso las cosas en su puesto.
-Lo que pasa -dijo- es que te quieres casar con la reina.
Aureliano Segundo, avergonzado, fingió un colapso de cólera, se declaró incomprendido y
ultrajado, y no volvió a visitarla. Petra Cotes, sin perder un solo instante su magnífico dominio de
fiera en reposo, oyó la música y los cohetes de la boda, el alocado bullicio de la parranda pública,
como si todo eso no fuera más que una nueva travesura de Aureliano Segundo. A quienes se
compadecieron de su suerte, los tranquilizó con una sonrisa. «No se preocupen -les dijo-. A mí las
reinas me hacen los mandados,» A una vecina que le llevó velas compuestas para que alumbrara
con ellas el retrato del amante perdido, le dijo con una seguridad enigmática:
-La única vela que lo hará venir está siempre encendida.
Tal como ella lo había previsto, Aureliano Segundo volvió a su casa tan pronto como pasó la
luna de miel. Llevó a sus amigotes de siempre, un fotógrafo ambulante y el traje y la capa de
armiño sucia de sangre que Fernanda había usado en el carnaval. Al calor de la parranda que se
prendió esa tarde, hizo vestir de reina a Petra Cotes, la coronó soberana absoluta y vitalicia de
Madagascar, y repartió copias del retrato entre sus amigos. Ella no sólo se prestó al juego, sino
que se compadeció íntimamente de él, pensando que debía estar muy asustado cuando concibió
aquel extravagante recurso de reconciliación. A las siete de la noche, todavía vestida de reina, lo
recibió en la cama. Tenía apenas dos meses de casado, pero ella se dio cuenta enseguida de que
las cosas no andaban bien en el lecho nupcial, y experimentó el delicioso placer de la venganza
consumada. Dos días después, sin embargo, cuando él no se atrevió a volver, sino que mandó un
intermediario para que arreglara los términos de la separación, ella comprendió que iba a
necesitar más paciencia de la prevista, porque él parecía dispuesto a sacrificarse por las
apariencias. Tampoco entonces se alteró. Volvió a facilitar las cosas con una sumisión que
confirmó la creencia generalizada de que era una pobre mujer, y el único recuerdo que conservó
de Aureliano Segundo fue un par de botines de charol que, según él mismo había dicho, eran los
que quería llevar puestos en el ataúd. Los guardó envueltos en trapos en el fondo de un baúl, y
se preparó para apacentar una espera sin desesperación.
-Tarde o temprano tiene que venir -se dijo-, aunque sólo sea a ponerse estos botines.
No tuvo que esperar tanto como suponía. En realidad Aureliano Segundo comprendió desde la
noche de bodas que volvería a casa de Petra Cotes mucho antes de que tuviera necesidad de
ponerse los botines de charol: Fernanda era una mujer perdida para el mundo. Había nacido y
crecido a mil kilómetros del mar, en una ciudad lúgubre por cuyas callejuelas de piedra
traqueteaban todavía, en noches de espantos, las carrozas de los virreyes. Treinta y dos
campanarios tocaban a muerto a las seis de la tarde. En la casa señorial embaldosada de losas
sepulcrales jamás se conoció el sol. El aire había muerto en los cipreses del patio, en las pálidas colgaduras de los dormitorios, en las arcadas rezumantes del jardín de los nardos. Fernanda no
tuvo hasta la pubertad otra noticia del que los melancólicos ejercicios de piano ejecutados en
alguna casa vecina por alguien que durante años y años se permitió el albedrío de no hacer la
siesta. En el cuarto de su madre enferma, verde y amarilla bajo la polvorienta luz de los vitrales,
escuchaba las escalas metódicas, tenaces, descorazonadas, y pensaba que esa música estaba en
el mundo mientras ella se consumía tejiendo coronas de palmas fúnebres. Su madre, sudando la
calentura de las cinco, le hablaba del esplendor del pasado. Siendo muy niña, una noche de luna,
Fernanda vio una hermosa mujer vestida de blanco que atravesó el jardín hacia el oratorio. Lo
que más le inquietó de aquella visión fugaz fue que la sintió exactamente igual a ella, como si se
hubiera visto a sí misma con veinte años de anticipación. «Es tu bisabuela, la reina -le dijo su
madre en las treguas de la tos-. Se murió de un mal aire que le dio al cortar una vara de
nardos.» Muchos años después, cuando empezó a sentirse igual a su bisabuela, Fernanda puso en
duda la visión de la infancia, pero la madre la reprochó su incredulidad.
-Somos inmensamente ricos y poderosos -le dijo-. Un día serás reina.
Ella lo creyó, aunque sólo ocupaban la larga mesa con manteles de lino y servicios de plata,
para tomar una taza de chocolate con agua y un pan de dulce. Hasta el día de la boda soñó con
un reinado de leyenda, a pesar de que su padre, don Fernando, tuvo que hipotecar la casa para
comprarle el ajuar. No era ingenuidad ni delirio de grandeza. Así la educaron. Desde que tuvo uso
de razón recordaba haber hecho sus necesidades en una bacinilla de oro con el escudo de armas
de la familia. Salió de la casa por primera vez a los doce años, en un coche de caballos que sólo
tuvo que recorrer dos cuadras 11 para llevarla al convento. Sus compañeras de clases se
sorprendieron de que la tuvieran apartada, en una silla de espaldar muy alto, y de que ni siquiera
se mezclara con ellas durante el recreo. «Ella es distinta -explicaban las monjas-. Va a ser reina.»
Sus compañeras lo creyeron, porque ya entonces era la doncella más hermosa, distinguida y
discreta que habían visto jamás. Al cabo de ocho años, habiendo aprendido a versificar en latín, a
tocar el clavicordio, a conversar de cetrería con los caballeros y de apologética con los arzobispos,
a dilucidar asuntos de estado con los gobernantes extranjeros y asuntos de Dios con el Papa,
volvió a casa de sus padres a tejer palmas fúnebres. La encontró saqueada. Quedaban apenas los
muebles indispensables, los candelabros y el servicio de plata, porque los útiles domésticos
habían sido vendidos, uno a uno, para sufragar los gastos de su educación. Su madre había
sucumbido a la calentura de las cinco. Su padre, don Fernando, vestido de negro, con el cuello
laminado y una leontina de oro atravesada en el pecho, le daba los lunes una moneda de plata
para los gastos domésticos, y se llevaba las coronas fúnebres terminadas la semana anterior.
Pasaba la mayor parte del día encerrado en el despacho, y en las pocas ocasiones en que salía a
la calle regresaba antes de las seis, para acompañarla a rezar el rosario. Nunca llevó amistad
íntima con nadie. Nunca oyó hablar de las guerras que desangraron el país. Nunca dejó de oír los
ejercicios de piano a las tres de la tarde. Empezaba inclusive a perder la ilusión de ser reina,
cuando sonaron dos aldabonazos perentorios en el portón, y le abrió a un militar apuesto, de
ademanes ceremoniosos, que tenía una cicatriz en la mejilla y una medalla de oro en el pecho. Se
encerró con su padre en el despacho. Dos horas después, su padre fue a buscarla al costurero.
«Prepare sus cosas -le dijo-. Tiene que hacer un largo viaje.» Fue así como la llevaron a
Macondo. En un solo día, con un zarpazo brutal, la vida le echó encima todo el peso de una
realidad que durante años le habían escamoteado sus padres. De regreso a casa se encerró en el
cuarto a llorar, indiferente a las súplicas y explicaciones de don Fernando, tratando de borrar la
quemadura de aquella burla inaudita. Se había prometido no abandonar el dormitorio hasta la
muerte, cuando Aureliano Segundo llegó a buscarla. Fue un golpe de suerte inconcebible, porque
en el aturdimiento de la indignación, en la furia de la vergüenza, ella le había mentido para que
nunca conociera su verdadera identidad. Las únicas pistas reales de que disponía Aureliano
Segundo cuando salió a buscarla eran su inconfundible dicción del páramo y su oficio de tejedora
de palmas fúnebres. La buscó sin piedad. Con la temeridad atroz con que José Arcadio Buendía
atravesó la sierra para fundar a Macondo, con el orgullo ciego con que el coronel Aureliano
Buendía promovió sus guerras inútiles, con la tenacidad insensata con que Úrsula aseguró la
supervivencia de la estirpe, así buscó Aureliano Segundo a Fernanda, sin un solo instante de
desaliento. Cuando preguntó dónde vendían palmas fúnebres, lo llevaron de casa en casa para
que escogiera las mejores. Cuando preguntó dónde estaba la mujer más bella que se había dado
sobre la tierra, todas las madres le llevaron a sus hijas. Se extravió por desfiladeros de niebla,
por tiempos reservados al olvido, por laberintos de desilusión. Atravesó un páramo amarillo donde el eco repetía los pensamientos y la ansiedad provocaba espejismos premonitorios. Al cabo
de semanas estériles, llegó a una ciudad desconocida donde todas las campanas tocaban a
muerto. Aunque nunca los había visto, ni nadie se los había descrito, reconoció de inmediato los
muros carcomidos por la sal de los huesos, los decrépitos balcones de maderas destripadas por
los hongos, y clavado en el portón y casi borrado por la lluvia el cartoncito más triste del mundo:
Se venden palmas fúnebres. Desde entonces hasta la mañana helada en que Fernanda abandonó
la casa al cuidado de la Madre Superiora apenas si hubo tiempo para que las monjas cosieran el
ajuar, y metieran en seis baúles los candelabros, el servicio de plata y la bacinilla de oro, y los
incontables e inservibles destrozos de una catástrofe familiar que había tardado dos siglos en
consumarse. Don Fernando declinó la invitación de acompañarlos. Prometió ir más tarde, cuando
acabara de liquidar sus compromisos, y desde el momento en que le echó la bendición a su hija
volvió a encerrarse en el despacho, a escribirle las esquelas con viñetas luctuosas y el escudo de
armas de la familia que habían de ser el primer contacto humano que Fernanda y su padre
tuvieran en toda la vida. Para ella, esa fue la fecha real de su nacimiento. Para Aureliano
Segundo fue casi al mismo tiempo el principio y el fin de la felicidad.
Fernanda llevaba un precioso calendario con llavecitas doradas en el que su director espiritual
había marcado con tinta morada las fechas de abstinencia venérea. Descontando la Semana
Santa, los domingos, las fiestas de guardar, los primeros viernes, los retiros, los sacrificios y los
impedimentos cíclicos, su anuario útil quedaba reducido a 42 días desperdigados en una maraña
de cruces moradas. Aureliano Segundo, convencido de que el tiempo echaría por tierra aquella
alambrada hostil, prolongó la fiesta de la boda más allá del término previsto. Agotada de tanto
mandar al basurero botellas vacías de brandy y champaña para que no congestionaran la casa, y
al mismo tiempo intrigada de que los recién casados durmieran a horas distintas y en
habitaciones separadas mientras continuaban los cohetes y la música y los sacrificios de reses,
Úrsula recordó su propia experiencia y se preguntó si Fernanda no tendría también un cinturón de
castidad que tarde o temprano provocara las burlas del pueblo y diera origen a una tragedia. Pero
Fernanda le confesó que simplemente estaba dejando pasar dos semanas antes de permitir el
primer contacto con su esposo. Transcurrido el término, en efecto, abrió la puerta de su dormitorio
con la resignación al sacrificio con que lo hubiera hecho una víctima expiatoria, y
Aureliano Segundo vio a la mujer más bella de la tierra, con sus gloriosos ojos de animal
asustado y los largos cabellos color de cobre extendidos en la almohada. Tan fascinado estaba
con la visión, que tardó un instante en darse cuenta de que Fernanda se había puesto un camisón
blanco, largo hasta los tobillos y con mangas hasta los puños, y con un ojal grande y redondo
primorosamente ribeteado a la altura del vientre. Aureliano Segundo no pudo reprimir una
explosión de risa.
-Esto es lo más obsceno que he visto en mi vida -gritó, con una carcajada que resonó en toda
la casa-. Me casé con una hermanita de la caridad.
Un mes después, no habiendo conseguido que la esposa se quitara el camisón, se fue a hacer
el retrato de Petra Cotes vestida de reina. Más tarde, cuando logró que Fernanda regresara a
casa, ella cedió a sus apremios en la fiebre de la reconciliación, pero no supo proporcionarle el
reposo con que él soñaba cuando fue a buscarla a la ciudad de los treinta y dos campanarios.
Aureliano Segundo sólo encontró en ella un hondo sentimiento de desolación. Una noche, poco
antes de que naciera el primer hijo, Fernanda se dio cuenta de que su marido había vuelto en
secreto al lecho de Petra Cotes.
-Así es -admitió él. Y explicó en un tono de postrada resignación-: tuve que hacerlo, para que
siguieran pariendo los animales.
Le hizo falta un poco de tiempo para convencerla de tan peregrino expediente, pero cuando
por fin lo consiguió, mediante pruebas que parecieron irrefutables, la única promesa que le
impuso Fernanda fue que no se dejara sorprender por la muerte en la cama de su concubina. Así
continuaron viviendo los tres, sin estorbarse, Aureliano Segundo puntual y cariñoso con ambas,
Petra Cotes pavoneándose de la reconciliación, y Fernanda fingiendo que ignoraba la verdad.
El pacto no logró, sin embargo, que Fernanda se incorporara a la familia. En vano insistió
Úrsula para que tirara la golilla de lana con que se levantaba cuando había hecho el amor, y que
provocaba los cuchicheos de los vecinos. No logró convencerla de que utilizara el baño, o el
beque nocturno, y de que le vendiera la bacinilla de oro al coronel Aureliano Buendía para que la
convirtiera en pescaditos. Amaranta se sintió tan incómoda con su dicción viciosa, y con su hábito
de usar un eufemismo para designar cada cosa, que siempre hablaba delante de ella en
jerigonza.
-Esfetafa -decía- esfe defe lasfa quefe lesfe tifiefenenfe asfacofo afa sufu profopifiafa
mifierfedafa.
Un día, irritada con la burla, Fernanda quiso saber qué era lo que decía Amaranta, y ella no
usó eufemismos para contestarle.
-Digo -dijo- que tú eres de las que confunden el culo con las témporas.
Desde aquel día no volvieron a dirigirse la palabra. Cuando las obligaban las circunstancias, se
mandaban recados, o se decían las cosas indirectamente. A pesar de la visible hostilidad la
familia, Fernanda no renunció a la voluntad de imponer los hábitos de sus mayores. Terminó con
la costumbre de comer en la cocina, y cuando cada quien tenía hambre, e impuso la obligación de
hacerlo a horas exactas en la mesa grande del comedor arreglada con manteles de lino, y con los
candelabros y el servicio de plata. La solemnidad de un acto que Úrsula había considerado
siempre como el más sencillo de la vida cotidiana creó un ambiente de estiramiento contra el cual
se reveló primero que nadie el callado José Arcadio Segundo. Pero la costumbre se impuso, así
como la de rezar el rosario antes de la cena, y llamó tanto la atención de los vecinos, que muy
pronto circuló el rumor de que los Buendía no se sentaban a la mesa como los otros mortales,
sino que habían convertido el acto de comer en una misa mayor. Hasta las supersticiones de
Úrsula, surgidas más bien de la inspiración momentánea que de la tradición, entraron en conflicto
con las que Fernanda heredó de sus padres, y que estaban perfectamente definidas y catalogadas
para cada ocasión. Mientras Úrsula disfrutó del dominio pleno de sus facultades, subsistieron
algunos de los antiguos hábitos y la vida de la familia conservó una cierta influencia de sus
corazonadas, pero cuando perdió la vista y el peso de los años la relegó a un rincón, el círculo de
rigidez iniciado por Fernanda desde el momento en que llegó terminó por cerrarse
completamente, y nadie más que ella determinó el destino de la familia. El negocio de repostería
y animalitos de caramelo, que Santa Sofía de la Piedad mantenía por voluntad de Úrsula, era
considerado por Fernanda como una actividad indigna, y no tardó en liquidarlo. Las puertas de la
casa, abiertas de par en par desde el amanecer hasta la hora de acostarse, fueron cerradas
durante la siesta, con el pretexto de que el sol recalentaba los dormitorios, y finalmente se cerraron
para siempre. El ramo de sábila y el pan que estaban colgados en el dintel desde los
tiempos de la fundación fueron reemplazados por un nicho del Corazón de Jesús. El coronel
Aureliano Buendía alcanzó a darse cuenta de aquellos cambios y previó sus consecuencias. «Nos
estamos volviendo gente fina -protestaba-. A este paso, terminaremos peleando otra vez contra
el régimen conservador, pero ahora para poner un rey en su lugar.» Fernanda, con muy buen
tacto, se cuidó de no tropezar con él. Le molestaba íntimamente su espíritu independiente, su
resistencia a toda forma de rigidez social. La exasperaban sus tazones de café a las cinco, el
desorden de su taller, su manta deshilachada y su costumbre de sentarse en la puerta de la calle
al atardecer. Pero tuvo que permitir esa pieza suelta del mecanismo familiar, porque tenía la
certidumbre de que el viejo coronel era un animal apaciguado por los años y la desilusión, que en
un arranque de rebeldía senil podría desarraigar los cimientos de la casa. Cuando su esposo
decidió ponerle al primer hijo el nombre del bisabuelo, ella no se atrevió a oponerse, porque sólo
tenía un año de haber llegado. Pero cuando nació la primera hija expresó sin reservas su determinación
de que se llamara Renata, como su madre. Úrsula había resuelto que se llamara
Remedios. Al cabo de una tensa controversia, en la que Aureliano Segundo actuó como mediador
divertido, la bautizaron con el nombre de Renata Remedios, pero Fernanda la siguió llamando
Renata a secas, mientras la familia de su marido y todo el pueblo siguieron llamándola Meme,
diminutivo de Remedios.
Al principio, Fernanda no hablaba de su familia, pero con el tiempo empezó a idealizar a su
padre. Hablaba de él en la mesa como un ser excepcional que había renunciado a toda forma de
vanidad, y se estaba convirtiendo en santo. Aureliano Segundo, asombrado de la intempestiva
magnificación del suegro, no resistía a la tentación de hacer pequeñas burlas a espaldas de su
esposa. El resto de la familia siguió el ejemplo. La propia Úrsula, que era en extremo celosa de la
armonía familiar y que sufría en secreto con las fricciones domésticas, se permitió decir alguna
vez que el pequeño tataranieto tenía asegurado su porvenir pontifical, porque era «nieto de santo
e hijo de reina y de cuatrero». A pesar de aquella sonriente conspiración, los niños se
acostumbraron a pensar en el abuelo como en un ser legendario, que les transcribía versos
piadosos en las cartas y les mandaba en cada Navidad un cajón de regalos que apenas si cabía
por la puerta de la calle. Eran, en realidad, los últimos desperdicios del patrimonio señorial. Con
ellos se construyó en el dormitorio de los niños un altar con santos de tamaño natural, cuyos ojos
de vidrio les imprimían una inquietante apariencia de vida y cuyas ropas de paño artísticamente
bordadas eran mejores que las usadas jamás por ningún habitante de Macondo. Poco a poco, el
esplendor funerario de la antigua y helada mansión se fue trasladando a la luminosa casa de los
Buendía. «Ya nos han mandado todo el cementerio familiar -comentó Aureliano Segundo en cierta
ocasión-. Sólo faltan los sauces y las losas sepulcrales.» Aunque en los cajones no llegó nunca
nada que sirviera a los niños para jugar, éstos pasaban el año esperando a diciembre, porque al
fin y al cabo los anticuados y siempre imprevisibles regalos constituían una novedad en la casa.
En la décima Navidad, cuando ya el pequeño José Arcadio se preparaba para viajar al seminario,
llegó con más anticipación que en los años anteriores el enorme cajón del abuelo, muy bien
clavado e impermeabilizado con brea, y dirigido con el habitual letrero de caracteres góticos a la
muy distinguida señora doña Fernanda del Carpio de Buendía. Mientras ella leía la carta en el
dormitorio, los niños se apresuraron a abrir la caja. Ayudados como de costumbre por Aureliano
Segundo, rasparon los sellos de brea, desclavaron la tapa, sacaron el aserrín protector, y
encontraron dentro un largo cofre de plomo cerrado con pernos de cobre. Aureliano Segundo
quitó los ocho pernos, ante la impaciencia de los niños, y apenas tuvo tiempo de lanzar un grito y
hacerlos a un lado, cuando levantó la plataforma de plomo y vio a don Fernando vestido de negro
y con un crucifijo en el pecho, con la piel reventada en eructos pestilentes y cocinándose a fuego
lento en un espumoso y borboritante caldo de perlas vivas.
Poco después del nacimiento de la niña, se anunció el inesperado jubileo del coronel Aureliano
Buendía, ordenado por el gobierno para celebrar un nuevo aniversario del tratado de Neerlandia.
Fue una determinación tan inconsecuente con la política oficial, que el coronel se pronunció
violentamente contra ella y rechazó el homenaje. «Es la primera vez que oigo la palabra jubileo -
decía-. Pero cualquier cosa que quiera decir, no puede ser sino una burla.» El estrecho taller de
orfebrería se llenó de emisarios. Volvieron, mucho más viejos y mucho más solemnes, los
abogados de trajes oscuros que en otro tiempo revolotearon como cuervos en torno al coronel.
Cuando éste los vio aparecer, como en otro tiempo llegaban a empantanar la guerra, no pudo
soportar el cinismo de sus panegíricos. Les ordenó que lo dejaran en paz, insistió que él no era un
prócer de la nación como ellos decían, sino un artesano sin recuerdos, cuyo único sueño era
morirse de cansancio en el olvido y la miseria de sus pescaditos de oro. Lo que más le indignó fue
la noticia de que el propio presidente de la república pensaba asistir a los actos de Macondo para
imponerle la Orden del Mérito. El coronel Aureliano Buendía le mandó a decir, palabra por
palabra, que esperaba con verdadera ansiedad aquella tardía pero merecida ocasión de darle un
tiro no para cobrarle las arbitrariedades y anacronismos de su régimen, sino por faltarle el
respeto a un viejo que no le hacía mal a nadie. Fue tal la vehemencia con que pronunció la
amenaza, que el presidente de la república canceló el viaje a última hora y le mandó la
condecoración con un representante personal. El coronel Gerineldo Márquez, asediado por presiones
de toda índole, abandonó su lecho de paralítico para persuadir a su antiguo compañero de
armas. Cuando éste vio aparecer el mecedor cargado por cuatro hombres y vio sentado en él,
entre grandes almohadas, al amigo que compartió sus Victorias e infortunios desde la juventud,
no dudó un solo instante de que hacía aquel esfuerzo para expresarle su solidaridad. Pero cuando
conoció el verdadero propósito de su visita, lo hizo sacar del taller.
-Demasiado tarde me convenzo -le dijo- que te habría hecho un gran favor si te hubiera
dejado fusilar.
De modo que el jubileo se llevó a cabo sin asistencia de ninguno de los miembros de la familia.
Fue una casualidad que coincidiera con la semana de carnaval, pero nadie logró quitarle al
coronel Aureliano Buendía la empecinada idea de que también aquella coincidencia había sido
prevista por el gobierno para recalcar la crueldad de la burla. Desde el taller solitario oyó las
músicas marciales, la artillería de aparato, las campanas del Te Deum, y algunas frases de los
discursos pronunciados frente a la casa cuando bautizaron la calle con su nombre. Los ojos se le
humedecieron de indignación, de rabiosa impotencia, y por primera vez desde la derrota se dolió
de no tener los arrestos de la juventud para promover una guerra sangrienta que borrara hasta el
último vestigio del régimen conservador. No se habían extinguido los ecos del homenaje, cuando
Úrsula llamó a la puerta del taller.
-No me molesten -dijo él-. Estoy ocupado.
-Abre -insistió Úrsula con voz cotidiana-. Esto no tiene nada que ver con la fiesta.
Entonces el coronel Aureliano Buendía quitó la tranca, y vio en la puerta diecisiete hombres de
los más variados aspectos, de todos los tipos y colores, pero todos con un aire solitario que
habría bastado para identificarlos en cualquier lugar de la tierra. Eran sus hijos. Sin ponerse de
acuerdo, sin conocerse entre sí, habían llegado desde los más apartados rincones del litoral
cautivados por el ruido del jubileo. Todos llevaban con orgullo el nombre de Aureliano, y el
apellido de su madre. Durante los tres días que permanecieron en la casa, para satisfacción de
Úrsula y escándalo de Fernanda, ocasionaron trastornos de guerra. Amaranta buscó entre
antiguos papeles la libreta de cuentas donde Úrsula había apuntado los nombres y las fechas de
nacimiento y bautismo de todos, y agregó frente al espacio correspondiente a cada uno el
domicilio actual. Aquella lista habría permitido hacer una recapitulación de veinte años de guerra.
Habrían podido reconstruirse con ella los itinerarios nocturnos del coronel, desde la madrugada
en que salió de Macondo al frente de veintiún hombres hacia una rebelión quimérica, hasta que
regresó por última vez envuelto en la manta acartonada de sangre. Aureliano Segundo no desperdició
la ocasión de festejar a los primos con una estruendosa parranda de champaña y
acordeón, que se interpretó como un atrasado ajuste de cuentas con el carnaval malogrado por el
jubileo. Hicieron añicos media vajilla, destrozaron los rosales persiguiendo un toro para
mantearlo, mataron las gallinas a tiros, obligaron a bailar a Amaranta los valses tristes de Pietro
Crespi, consiguieron que Remedios, la bella, se pusiera unos pantalones de hombre para subirse
a la cucaña, y soltaron en el comedor un cerdo embadurnado de sebo que revolcó a Fernanda,
pero nadie lamentó los percances, porque la casa se estremeció con un terremoto de buena
salud. El coronel Aureliano Buendía, que al principio los recibió con desconfianza y hasta puso en
duda la filiación de algunos, se divirtió con sus locuras, y antes de que se fueran le regaló a cada
uno un pescadito de oro. Hasta el esquivo José Arcadio Segundo les ofreció una tarde de gallos,
que estuvo a punto de terminar en tragedia, porque varios de los Aurelianos eran tan duchos en
componendas de galleras que descubrieron al primer golpe de vista las triquiñuelas del padre
Antonio Isabel Aureliano Segundo, que vio las ilimitadas perspectivas de parranda que ofrecía
aquella desaforada parentela, decidió que todos se quedaran a trabajar con él. El único que
acepto fue Aureliano Triste, un mulato grande con los ímpetus y el espíritu explorador del abuelo,
que ya había probado fortuna en medio mundo, y le daba lo mismo quedarse en cualquier parte
Los otros, aunque todavía estaban solteros, consideraban resuelto su destino. Todos eran
artesanos hábiles, hombres de su casa gente de paz. El miércoles de ceniza, antes de que
volvieran a dispersarse en el litoral, Amaranta consiguió que se pusieran ropas dominicales y la
acompañaran a la iglesia Mas divertidos que piadosos, se dejaron conducir hasta el comulgatorio
donde el padre Antonio Isabel les puso en la frente la cruz de ceniza De regreso a casa, cuando el
menor quiso limpiarse la frente descubrió que la mancha era indeleble, y que lo eran también las
de sus hermanos. Probaron con agua y jabón con tierra y estropajo, y por último con piedra
pómez y lejía y no con siguieron borrarse la cruz. En cambio, Amaranta y los demás que fueron a
misa se la quitaron sin dificultad. «Así van mejor -los despidió Úrsula-. De ahora en adelante
nadie podrá confundirlos.» Se fueron en tropel, precedidos por la banda de músicos y reventando
cohetes, y dejaron en el pueblo la impresión de que la estirpe de los Buendía tenía semillas para
muchos siglos. Aureliano Triste, con su cruz de ceniza en la frente, instaló en las afueras del
pueblo la fábrica de hielo con que soñó José Arcadio Buendía en sus delirios de inventor.
Meses después de su llegada, cuando ya era conocido y apreciado, Aureliano Triste andaba
buscando una casa para llevar a su madre y a una hermana soltera (que no era hija del coronel)
y se interesó por el caserón decrépito que parecía abandonado en una esquina de la plaza.
Preguntó quién era el dueño. Alguien le dijo que era una casa de nadie, donde en otro tiempo
vivió una viuda solitaria que se alimentaba de tierra y cal de las paredes, y que en sus últimos
años sólo se le vio dos veces en la calle con un sombrero de minúsculas flores artificiales y unos
zapatos color de plata antigua, cuando atravesó la plaza hasta la oficina de correos para
mandarle cartas al obispo. Le dijeron que su única compañera fue una sirvienta desalmada que
mataba perros y gatos y cuanto animal penetraba a la casa, y echaba los cadáveres en mitad de
la calle para fregar al pueblo con la hedentina de la putrefacción. Había pasado tanto tiempo
desde que el sol momificó el pellejo vacío del último animal, que todo el mundo daba por sentado
que la dueña de casa y la sirvienta habían muerto mucho antes de que terminaran las guerras, y
que si todavía la casa estaba en pie era porque no habían tenido en años recientes un invierno
riguroso o un viento demoledor. Los goznes desmigajados por el óxido, las puertas apenas
sostenidas por cúmulos de telaraña, las ventanas soldadas por la humedad y el piso roto por la
hierba y las flores silvestres, en cuyas grietas anidaban los lagartos y toda clase de sabandijas,
parecían confirmar la versión de que allí no había estado un ser humano por lo menos en medio
siglo. Al impulsivo Aureliano Triste no le hacían falta tantas pruebas para proceder. Empujó con el
hombro la puerta principal, y la carcomida armazón de madera se derrumbó sin estrépito, en un
callado cataclismo de polvo y tierra de nidos de comején. Aureliano Triste permaneció en el
umbral, esperando que se desvaneciera la niebla, y entonces vio en el centro de la sala a la
escuálida mujer vestida todavía con ropas del siglo anterior, con unas pocas hebras amarillas en
el cráneo pelado, y con unos ojos grandes, aún hermosos, en los cuales se habían apagado las
últimas estrellas de la esperanza, y el pellejo del rostro agrietado por la aridez de la soledad.
Estremecido por la visión de otro mundo, Aureliano Triste apenas se dio cuenta de que la mujer lo
estaba apuntando con una anticuada pistola de militar.
-Perdone -murmuro.
Ella permaneció inmóvil en el centro de la sala atiborrada de cachivaches, examinando palmo a
palmo al gigante de espaldas cuadradas con un tatuaje de ceniza en la frente, y a través de la
neblina del polvo lo vio en la neblina de otro tiempo, con una escopeta de dos cañones terciada a
la espalda y no sartal de conejos en la mano.
-¡Por el amor de Dios -exclamó en voz baja-, no es justo que ahora me vengan con este
recuerdo!
-Quiero alquilar la casa -dijo Aureliano Triste.
La mujer levantó entonces la pistola, apuntando con pulso firme la cruz de ceniza, y montó el
gatillo con una determinación inapelable.
-Váyase -ordenó.
Aquella noche, durante la cena, Aureliano Triste le contó el episodio a la familia, y Úrsula lloró
de consternación. «Dios santo -exclamó apretándose la cabeza con las manos-. ¡Todavía está
viva!» El tiempo, las guerras, los incontables desastres cotidianos la habían hecho olvidarse de
Rebeca. La única que no había perdido un solo instante la conciencia de que estaba viva,
pudriéndose en su sopa de larvas, era la implacable y envejecida Amaranta. Pensaba en ella al
amanecer, cuando el hielo del corazón la despertaba en la cama solitaria, y pensaba en ella
cuando se jabonaba los senos marchitos y el vientre macilento, y cuando se ponía los blancos
pollerines y corpiños de olán de la vejez, y cuando se cambiaba en la mano la venda negra de la
terrible expiación. Siempre, a toda hora dormida y despierta, en los instantes más sublimes y en
los mas abyectos, Amaranta pensaba en Rebeca, porque la soledad le había seleccionado los
recuerdos, y había incinerado los entorpece dores montones de basura nostálgica que la vida
había acumulado en su corazón, y había purificado, magnificado y eternizado los otros, los más
amargos. Por ella sabia Remedios la bella, de la existencia de Rebeca. Cada vez que pasaban por
la casa decrépita le contaba un incidente ingrato una fábula de oprobio, tratando en esa forma de
que su extenuante rencor fuera compartido por la sobrina, y por consiguiente prolongado más
allá de la muerte, pero no consiguió sus propósitos porque Remedios era inmune a toda clase de
sentimientos apasionados, y mucho más a los ajenos. Úrsula, en cambio, que había sufrido un
proceso contrario al de Amaranta, evocó a Rebeca con un recuerdo limpio de impurezas, pues la
imagen de la criatura de lástima que llevaron a la casa con el talego de huesos de sus padres
prevaleció sobre la ofensa que la hizo indigna de continuar vinculada al tronco familiar. Aureliano
Segundo resolvió que había que llevarla a la casa y protegerla pero su buen propósito fue
frustrado por la inquebrantable intransigencia de Rebeca, que había necesitado muchos anos de
sufrimiento y miseria para conquistar los privilegios de la soledad y no estaba dispuesta a
renunciar a ellos a cambio de una vejez perturbada por los falsos encantos de la misericordia.
En febrero, cuando volvieron los dieciséis hijos del coronel Aureliano Buendía, todavía
marcados con la cruz de ceniza, Aureliano Triste les habló de Rebeca en el fragor de la parranda,
y en medio día restauraron la apariencia de la casa, cambiaron puertas y ventanas, pintaron la
fachada de colores alegres, apuntalaron las paredes y vaciaron cemento nuevo en el piso, pero no
obtuvieron autorización para continuar las reformas en el interior. Rebeca ni siquiera se asomó a
la puerta. Dejó que terminaran la atolondrada restauración, y luego hizo un cálculo de los costos
y les mandó con Argénida, la vieja sirvienta que seguía acompañándola, un puñado de monedas
retiradas de la circulación desde la última guerra, y que Rebeca seguía creyendo útiles. Fue
entonces cuando se supo hasta qué punto inconcebible había llegado su desvinculación con el
mundo, y se comprendió que sería imposible rescatarla de su empecinado encierro mientras le
quedara un aliento de vida.
En la segunda visita que hicieron a Macondo los hijos del coronel Aureliano Buendía, otro de
ellos, Aureliano Centeno, se quedó trabajando con Aureliano Triste. Era uno de los primeros que
habían llegado a la casa para el bautismo, y Úrsula y Amaranta lo recordaban muy bien porque
había destrozado en pocas horas cuanto objeto quebradizo pasó por sus manos. El tiempo había
moderado su primitivo impulso de crecimiento, y era un hombre de estatura mediana marcado
con cicatrices de viruela, pero su asombroso poder de destrucción manual continuaba intacto.
Tantos platos rompió, inclusive sin tocarlos, que Fernanda optó por comprarle un servicio de
peltre antes de que liquidara las últimas piezas de su costosa vajilla, y aun los resistentes platos
metálicos estaban al poco tiempo desconchados y torcidos. Pero a cambio de aquel poder irremediable,
exasperante inclusive para él mismo, tenía una cordialidad que suscitaba la confianza
inmediata, y una estupenda capacidad de trabajo. En poco tiempo incrementó de tal modo la
producción de hielo, que rebasó el mercado local, y Aureliano Triste tuvo que pensar en la
posibilidad de extender el negocio a otras poblaciones de la ciénaga. Fue entonces cuando
concibió el paso decisivo no sólo para la modernización de su industria, sino para vincular la
población con el resto del mundo.
-Hay que traer el ferrocarril -dijo.
Fue la primera vez que se oyó esa palabra en Macondo. Ante el dibujo que trazó Aureliano
Triste en la mesa, y que era un descendiente directo de los esquemas con que José Arcadio
Buendía ilustró el proyecto de la guerra solar, Úrsula confirmó su impresión de que el tiempo
estaba dando vueltas en redondo. Pero al contrario de su abuelo, Aureliano Triste no perdía el
sueño ni el apetito, ni atormentaba a nadie con crisis de mal humor, sino que concebía los
proyectos más desatinados como posibilidades inmediatas, elaboraba cálculos racionales sobre
costos y plazos y los llevaba a término sin intermedios de exasperación. Aureliano Segundo, que
si algo tenía del bisabuelo y algo le faltaba del coronel Aureliano Buendía era una absoluta
impermeabilidad para el escarmiento, soltó el dinero para llevar el ferrocarril con la misma
frivolidad con que lo soltó para la absurda compañía de navegación del hermano. Aureliano Triste
consultó el calendario y se fue el miércoles siguiente para estar de vuelta cuando pasaran las
lluvias. No se tuvieron más noticias. Aureliano Centeno, desbordado por las abundancias de la
fábrica, había empezado ya a experimentar la elaboración de hielo con base de jugos de frutas en
lugar de agua, y sin saberlo ni proponérselo concibió los fundamentos esenciales de la invención
de los helados, pensando en esa forma diversificar la producción de una empresa que suponía
suya, porque el hermano no daba señales de regreso después de que pasaron las lluvias y
transcurrió todo un verano sin noticias. A principios del otro invierno, sin embargo, una mujer
que lavaba ropa en el río a la hora de más calor, atravesó la calle central lanzando alaridos en un
alarmante estado de conmoción.
-Ahí viene -alcanzó a explicar- un asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo.
En ese momento la población fue estremecida por un silbato de resonancias pavorosas y una
descomunal respiración acezante. Las semanas precedentes se había visto a las cuadrillas que
tendieron durmientes y rieles, y nadie les prestó atención porque pensaron que era un nuevo
artificio de los gitanos que volvían con su centenario y desprestigiado dale que dale de pitos y
sonajas pregonando las excelencias de quién iba a saber qué pendejo menjunje de jarapellinosos
genios jerosolimitanos. Pero cuando se restablecieron del desconcierto de los silbatazos y
resoplidos, todos los habitantes se echaron a la calle y vieron a Aureliano Triste saludando con la
mano desde la locomotora, y vieron hechizados el tren adornado de flores que por primera vez
llegaba con ocho meses de retraso. El inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y
evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de
llevar a Macondo.
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