martes, 10 de noviembre de 2009

cien años de soledad - decimosegundo capítulo

Aqui les dejo del capitulo XII de Cien años de soledad,disfrútenlo

Cien años de soledad
Gabriel García Márquez


XII

Deslumbrada por tantas y tan maravillosas invenciones, la gente de Macondo no sabía por
dónde empezar a asombrarse, Se trasnochaban contemplando las pálidas bombillas eléctricas
alimentadas por la planta que llevó Aureliano Triste en el segundo viaje del tren, y a cuyo
obsesionante tumtum costó tiempo y trabajo acostumbrarse. Se indignaron con las imágenes
vivas que el próspero comerciante don Bruno Crespi proyectaba en el teatro con taquillas de
bocas de león, porque un personaje muerto y sepultado en una película, y por cuya desgracia se
derramaron lágrimas de aflicción, reapareció vivo y convertido en árabe en la película siguiente.
El público que pagaba dos centavos para compartir las vicisitudes de los personajes, no piado
soportar aquella burla inaudita y rompió la silletería. El alcalde, a instancias de don Bruno Crespi,
explicó mediante un bando que el cine era una máquina de ilusión que no merecía los
desbordamientos pasionales del público. Ante la desalentadora explicación, muchos estimaron
que habían sido víctimas de un nuevo y aparatoso asunto de gitanos, de modo que optaron por
no volver al cine, considerando que ya tenían bastante con sus propias penas para llorar por
fingidas desventuras de seres imaginarios. Algo semejante ocurrió con los gramófonos de
cilindros que llevaron las alegres matronas de Francia en sustitución de los anticuados organillos,
y que tan hondamente afectaron por un tiempo los intereses de la banda de músicos. Al principio,
la curiosidad multiplicó la clientela de la calle prohibida, y hasta se supo de señoras respetables
que se disfrazaron de villanos para observar de cerca la novedad del gramófono, pero tanto y de
tan cerca lo observaron, que muy pronto llegaron a la conclusión de que no era un molino de
sortilegio, como todos pensaban y como las matronas decían, sino un truco mecánico que no
podía compararse con algo tan conmovedor tan humano y tan lleno de verdad cotidiana como
una banda de músicos. Fue una desilusión tan grave, que cuando los gramófonos se
popularizaron hasta el punto de que hubo uno en cada casa, todavía no se les tuvo como objetos
para entretenimiento de adultos sino como una cosa buena para que la destriparan los niños En
cambio cuando alguien del pueblo tuvo oportunidad de comprobar la cruda realidad del teléfono
instalado en la estación del ferrocarril, que a causa de la manivela se consideraba como una
versión rudimentaria del gramófono, hasta los mas incrédulos se desconcertaron. Era como si
Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes
de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación,
hasta el extremo de que ya nadie podía saber a ciencia cierta dónde estaban los límites de la
realidad. Era un intrincado frangollo de verdades y espejismos, que convulsionó de impaciencia al
espectro de José Arcadio Buendía bajo el castaño y lo obligó a caminar por toda la casa aun a
pleno día. Desde que el ferrocarril fue inaugurado oficialmente y empezó a llegar con regularidad
los miércoles a las once, y se construyó la primitiva estación de madera con un escritorio, el
teléfono y una ventanilla para vender los pasajes, se vieron por las calles de Macondo hombres y
mujeres que fingían actitudes comunes y corrientes, pero que en realidad parecían gente de
circo. En un pueblo escaldado por el escarmiento de los gitanos no había un buen porvenir para
aquellos equilibristas del comercio ambulante que con igual desparpajo ofrecían una olla pitadora
que un régimen de vida para la salvación del alma al séptimo día; pero entre los que se dejaban
convencer por cansancio y los incautos de siempre, obtenían estupendos beneficios. Entre esas
criaturas de farándula, con pantalones de montar y polainas, sombrero de corcho, espejuelos con
armaduras de acero, ojos de topacio y pellejo de gallo fino, uno de tantos miércoles llegó a
Macondo y almorzó en la casa el rechoncho y sonriente míster Herbert.
Nadie lo distinguió en la mesa mientras no se comió el primer racimo de bananos. Aureliano
Segundo lo había encontrado por casualidad, protestando en español trabajoso porque no había
un cuarto libre en el Hotel de Jacob, y como lo hacía con frecuencia con muchos forasteros se lo
llevó a la casa. Tenía un negocio de globos cautivos, que había llevado por medio mundo con
excelentes ganancias, pero no había conseguido elevar a nadie en Macondo porque consideraban
ese invento como un retroceso, después de haber visto y probado las esteras voladoras de los
gitanos. Se iba, pues, en el próximo tren. Cuando llevaron a la mesa el atigrado racimo de
banano que solían colgar en el comedor durante el almuerzo, arrancó la primera fruta sin mucho
entusiasmo. Pero siguió comiendo mientras hablaba, saboreando, masticando, más bien con distracción
de sabio que con deleite de buen comedor, y al terminar el primer racimo suplicó que le
llevaran otro. Entonces sacó de la caja de herramientas que siempre llevaba consigo un pequeño
estuche de aparatos ópticos. Con la incrédula atención de un comprador de diamantes examinó
meticulosamente un banano seccionando sus partes con un estilete especial, pesándolas en un
granatorio de farmacéutico y calculando su envergadura con un calibrador de armero. Luego sacó
de la caja una serie de instrumentos con los cuales midió la temperatura, el grado de humedad
de la atmósfera y la intensidad de la luz. Fue una ceremonia tan intrigante, que nadie comió
tranquilo esperando que míster Herbert emitiera por fin un juicio revelador, pero no dijo nada que
permitiera vislumbrar sus intenciones.
En los días siguientes se le vio con una malta y una canastilla cazando mariposas en los
alrededores del pueblo. El miércoles llegó un grupo de ingenieros, agrónomos, hidrólogos,
topógrafos y agrimensores que durante varias semanas exploraron los mismos lugares donde
míster Herbert cazaba mariposas. Más tarde llegó el señor Jack Brown en un vagón suplementario
que engancharon en la cola del tren amarillo, y que era todo laminado de plata, con poltronas de
terciopelo episcopal y techo de vidrios azules. En el vagón especial llegaron también, revoloteando
en torno al señor Brown, los solemnes abogados vestidos de negro que en otra época
siguieron por todas partes al coronel Aureliano Buendía, y esto hizo pensar a la gente que los
agrónomos, hidrólogos, topógrafos y agrimensores, así como míster Herbert con sus globos
cautivos y sus mariposas de colores, y el señor Brown con su mausoleo rodante y sus feroces
perros alemanes, tenían algo que ver con la guerra. No hubo, sin embargo, mucho tiempo para
pensarlo, porque los suspicaces habitantes de Macondo apenas empezaban a preguntarse qué
cuernos era lo que estaba pasando, cuando ya el pueblo se había transformado en un
campamento de casas de madera con techos de cinc, poblado por forasteros que llegaban de
medio mundo en el tren, no sólo en los asientos y plataformas, sino hasta en el techo de los
vagones. Los gringos, que después llevaron mujeres lánguidas con trajes de muselina y grandes
sombreros de gasa, hicieron un pueblo aparte al otro lado de la línea del tren, con calles
bordeadas de palmeras, casas con ventanas de redes metálicas, mesitas blancas en las terrazas y
ventiladores de aspas colgados en el cielorraso, y extensos prados azules con pavorreales y
codornices. El sector estaba cercado por una malta metálica, como un gigantesco gallinero
electrificado que en los frescos meses del verano amanecía negro de golondrinas achicharradas.
Nadie sabía aún qué era lo que buscaban, o si en verdad no eran más que filántropos, y ya
habían ocasionado un trastorno colosal, mucho más perturbador que el de los antiguos gitanos,
pero menos transitorio y comprensible. Dotados de recursos que en otra época estuvieron
reservados a la Divina Providencia modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de las
cosechas, y quitaron el río de donde estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas y sus
corrientes hela das en el otro extremo de la población, detrás del cementerio. Fue en esa ocasión
cuando construyeron una fortaleza de hormigón sobre la descolorida tumba de José Arcadio, para
que el olor a pólvora del cadáver no contaminara las aguas. Para los forasteros que llegaban sin
amor, convirtieron la calle de las cariñosas matronas de Francia en un pueblo más extenso que el
otro, y un miércoles de gloria llevaron un tren cargado de putas inverosímiles, hembras
babilónicas adiestradas en recursos inmemoriales, y provistas de toda clase de ungüentos y
dispositivos para estimular a los inermes despabilar a los tímidos, saciar a los voraces, exaltar a
los modestos escarmentar a los múltiples y corregir a los solitarios La Calle de los Turcos,
enriquecida con luminosos almacenes de ultra marinos que desplazaron los viejos bazares de
colorines bordoneaba la noche del sábado con las muchedumbres de aventureros que se
atropellaban entre las mesas de suerte y azar los mostradores de tiro al blanco, el callejón donde
se adivinaba el porvenir y se interpretaban los sueños, y las mesas de fritangas y bebidas, que
amanecían el domingo desparramadas por el suelo, entre cuerpos que a veces eran de borrachos
felices y casi siempre de curiosos abatidos por los disparos, trompadas, navajinas y botellazos de
la pelotera. Fue una invasión tan tumultuosa e intempestiva, que en los primeros tiempos fue imposible
caminar por la calle con el estorbo de los muebles y los baúles, y el trajín de carpintería
de quienes paraban sus casas en cualquier terreno pelado sin permiso de nadie, y el escándalo de
las parejas que colgaban sus hamacas entre los almendros y hacían el amor bajo los toldos, a
pleno día y a la vista de todo el mundo. El único rincón de serenidad fue establecido por los
pacíficos negros antillanos que construyeron una calle marginal, con casas de madera sobre
pilotes, en cuyos pórticos se sentaban al atardecer cantando himnos melancólicos en su farragoso
papiamento. Tantos cambios ocurrieron en tan poco tiempo, que ocho meses después de la visita
de míster Herbert los antiguos habitantes de Macondo se levantaban temprano a conocer su
propio pueblo.
-Miren la vaina que nos hemos buscado solía decir entonces el coronel Aureliano Buendía-, no
mas por invitar un gringo a comer guineo.
Aureliano Segundo, en cambio, no cabía de contento con la avalancha de forasteros. La casa
se llenó de pronto de huéspedes desconocidos, de invencibles parranderos mundiales, y fue
preciso agregar dormitorios en el patio, ensanchar el comedor y cambiar la antigua mesa por una
de dieciséis puestos, con nuevas vajillas y servicios, y aun así hubo que establecer turnos para
almorzar. Fernanda tuvo que atragantarse sus escrúpulos y atender como a reyes a invitados de
la más perversa condición, que embarraban con sus botas el corredor, se orinaban en el jardín,
extendían sus petates en cualquier parte para hacer la siesta, y hablaban sin fijarse en
susceptibilidades de damas ni remilgos de caballeros. Amaranta se escandalizó de tal modo con la
invasión de la plebe, que volvió a comer en la cocina como en los viejos tiempos. El coronel
Aureliano Buendía, persuadido de que la mayoría de quienes entraban a saludarlo en el taller no
lo hacían por simpatía o estimación, sino por la curiosidad de conocer una reliquia histórica, un
fósil de museo, optó por encerrarse con tranca y no se le volvió a ver sino en muy escasas
ocasiones sentado en la puerta de la calle. Úrsula, en cambio, aun en los tiempos en que ya
arrastraba los pies y caminaba tanteando en las paredes, experimentaba un alborozo pueril
cuando se aproximaba la llegada del tren. «Hay que hacer carne y pescado», ordenaba a las cuatro
cocineras, que se afanaban por estar a tiempo bajo la imperturbable dirección de Santa Sofía
de la Piedad. «Hay que hacer de todo -insistía- porque nunca se sabe qué quieren comer los
forasteros.» El tren llegaba a la hora de más calor. Al almuerzo, la casa trepidaba con un alboroto
de mercado, y los sudorosos comensales, que ni siquiera sabían quiénes eran sus anfitriones,
irrumpían en tropel para ocupar los mejores puestos en la mesa, mientras las cocineras
tropezaban entre sí con las enormes ollas de sopa, los calderos de carnes, las bangañas de
legumbres, las bateas de arroz, y repartían con cucharones inagotables los toneles de limonada.
Era tal el desorden, que Fernanda se exasperaba con la idea de que muchos comían dos veces, y
en más de una ocasión quiso desahogarse en improperios de verdulera porque algún comensal
confundido le pedía la cuenta. Había pasado más de un año desde la visita de míster Herbert, y lo
único que se sabía era que Tos gringos pensaban sembrar banano en la región encantada que
José Arcadio Buendía y sus hombres habían atravesado buscando la ruta de los grandes inventos.
Otros dos hijos del coronel Aureliano Buendía, con su cruz de ceniza en la frente, llegaron
arrastrados por aquel eructo volcánico, y justificaron su determinación con una frase que tal vez
explicaba las razones de todos.
-Nosotros venimos -dijeron- porque todo el mundo viene. Remedios, la bella, fue la única que
permaneció inmune a la peste del banano. Se estancó en una adolescencia magnífica, cada vez
más impermeable a los formalismos, más indiferente a la malicia y la suspicacia, feliz en un
mundo propio de realidades simples. No entendía por qué las mujeres se complicaban la vida con
corpiños y pollerines, de modo que se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente se
metía por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin quitarle la impresión de
estar desnuda, que según ella entendía las cosas era la única forma decente de estar en casa. La
molestaron tanto para que se cortara el cabello de lluvia que ya le daba a las pantorrillas, y para
que se hiciera moños con peinetas y trenzas con lazos colorados, que simplemente se rapó la
cabeza y les hizo pelucas a los santos. Lo asombroso de su instinto simplificador era que mientras
más se desembarazaba de la moda buscando la comodidad, y mientras más pasaba por encima
de los convencionalismos en obediencia a la espontaneidad, más perturbadora resultaba su
belleza increíble y más provocador su comportamiento con los hombres. Cuando los hijos del
coronel Aureliano Buendía estuvieron por primera vez en Macondo, Úrsula recordó que llevaban
en las venas la misma sangre de la bisnieta, y se estremeció con un espanto olvidado. «Abre bien
los ojos -la previnió-. Con cualquiera de ellos, los hijos te saldrán con cola de puerco.» Ella hizo
tan poco caso de la advertencia, que se vistió de hombre y se revolcó en arena para subirse en la
cucaña, y estuvo a punto de ocasionar una tragedia entre los diecisiete primos trastornados por el
insoportable espectáculo. Era por eso que ninguno de ellos dormía en la casa cuando visitaban el
pueblo, y los cuatro que se habían quedado vivían por disposición de Úrsula en cuartos de
alquiler. Sin embargo, Remedios, la bella, se habría muerto de risa si hubiera conocido aquella
precaución. Hasta el último instante en que estuvo en la tierra ignoró que su irreparable destino
de hembra perturbadora era un desastre cotidiano. Cada vez que aparecía en el comedor,
contrariando las órdenes de Úrsula, ocasionaba un pánico de exasperación entre los forasteros.
Era demasiado evidente que estaba desnuda por completo bajo el burdo camisón, y nadie podía
entender que su cráneo pelado y perfecto no era un desafío, y que no era una criminal
provocación el descaro con que se descubría 105 muslos para quitarse el calor, y el gusto con que
se chupaba Tos dedos después de comer con las manos. Lo que ningún miembro de la familia
supo nunca, fue que los forasteros no tardaron en darse cuenta de que Remedios, la bella,
soltaba un hálito de perturbación, una ráfaga de tormento, que seguía siendo perceptible varias
horas después de que ella había pasado. Hombres expertos en trastornos de amor, probados en
el mundo entero, afirmaban no haber padecido jamás una ansiedad semejante a la que producía
el olor natural de Remedios, la bella. En el corredor de las begonias, en la sala de visitas, en
cualquier lugar de la casa, podía señalarse el lugar exacto en que estuvo y el tiempo transcurrido
desde que dejó de estar. Era un rastro definido, inconfundible, que nadie de la casa podía
distinguir porque estaba incorporado desde hacía mucho tiempo a los olores cotidianos, pero que
los forasteros identificaban de inmediato. Por eso eran ellos los únicos que entendían que el joven
comandante de la guardia se hubiera muerto de amor, y que un caballero venido de otras tierras
se hubiera echado a la desesperación. Inconsciente del ámbito inquietante en que se movía, del
insoportable estado de íntima calamidad que provocaba a su paso, Remedios, la bella, trataba a
los hombres sin la menor malicia y acababa de trastornarlos con sus inocentes complacencias.
Cuando Úrsula logró imponer la orden de que comiera con Amaranta en la cocina para que no la
vieran los forasteros, ella se sintió más cómoda porque al fin y al cabo quedaba a salvo de toda
disciplina. En realidad, le daba lo mismo comer en cualquier parte, y no a horas fijas sino de
acuerdo con las alternativas de su apetito. A veces se levantaba a almorzar a las tres de la
madrugada, dormía todo el día, y pasaba varios meses con los horarios trastrocados, hasta que
algún incidente casual volvía a ponerla en orden. Cuando las cosas andaban mejor, se levantaba
a las once de la mañana, y se encerraba hasta dos horas completamente desnuda en el baño,
matando alacranes mientras se despejaba del denso y prolongado sueño. Luego se echaba agua
de la alberca con una totuma. Era un acto tan prolongado, tan meticuloso, tan rico en situaciones
ceremoniales, que quien no la conociera bien habría podido pensar que estaba entregada a una
merecida adoración de su propio cuerpo. Para ella, sin embargo, aquel rito solitario carecía de
toda sensualidad, y era simplemente una manera de perder el tiempo mientras le daba hambre.
Un día, cuando empezaba a bañarse, un forastero levantó una teja del techo y se quedó sin
aliento ante el tremendo espectáculo de su desnudez. Ella vio los ojos desolados a través de las
tejas rotas y no tuvo una reacción de vergüenza, sino de alarma.
-Cuidado -exclamó-. Se va a caer.
-Nada más quiero verla -murmuró el forastero.
-Ah, bueno -dijo ella-. Pero tenga cuidado, que esas tejas están podridas.
El rostro del forastero tenía una dolorosa expresión de estupor, y parecía batallar sordamente
contra sus impulsos primarios para no disipar el espejismo. Remedios, la bella, pensó que estaba
sufriendo con el temor de que se rompieran las tejas, y se bañó más de prisa que de costumbre
para que el hombre no siguiera en peligro. Mientras se echaba agua de la alberca, le dijo que era
un problema que el techo estuviera en ese estado, pues ella creía que la cama de hojas podridas
por la lluvia era lo que llenaba el baño de alacranes. El forastero confundió aquella cháchara con
una forma de disimular la complacencia, de modo que cuando ella empezó a jabonarse cedió a la
tentación de dar un paso adelante.
-Déjeme jabonarla -murmuró.
-Le agradezco la buena intención -dijo ella-, pero me basto con mis dos manos.
-Aunque sea la espalda -suplicó el forastero.
-Sería una ociosidad -dijo ella-. Nunca se ha visto que la gente se jabone la espalda.
Después, mientras se secaba, el forastero le suplicó con los ojos llenos de lágrimas que se
casara con él. Ella le contestó sinceramente que nunca se casaría con un hombre tan simple que
perdía casi una hora, y hasta se quedaba sin almorzar, sólo por ver bañarse a una mujer. Al final,
cuando se puso el balandrán, el hombre no pudo soportar la comprobación de que en efecto no
se ponía nada debajo, como todo el mundo sospechaba, y se sintió marcado para siempre con el
hierro ardiente de aquel secreto. Entonces quitó dos tejas más para descolgarse en el interior del
baño.
-Está muy alto -lo previno ella, asustada-. ¡Se va a matar! Las tejas podridas se despedazaron
en un estrépito de desastre, y el hombre apenas alcanzó a lanzar un grito de terror, y se rompió
el cráneo y murió sin agonía en el piso de cemento. Los forasteros que oyeron el estropicio en el
comedor, y se apresuraron a llevarse el cadáver, percibieron en su piel el sofocante olor de
Remedios, la bella. Estaba tan compenetrado con El cuerpo, que las grietas del cráneo no
manaban sangre sino un aceite ambarino impregnado de aquel perfume secreto, y entonces
comprendieron que el olor de Remedios, la bella, seguía torturando a los hombres más allá de la
muerte, hasta el polvo de sus huesos. Sin embargo, no relacionaron aquel accidente de horror
con los otros dos hombres que habían muerto por Remedios, la bella. Faltaba todavía una víctima
para que los forasteros, y muchos de los antiguos habitantes de Macondo, dieran crédito a la
leyenda de que Remedios Buendía no exhalaba un aliento de amor, sino un flujo mortal La
ocasión de comprobarlo se presentó meses después una tarde en que Remedios, la bella, fue con
un grupo de amigas a conocer las nuevas plantaciones. Para la gente de Macondo era una
distracción reciente recorrer las húmedas e interminables avenidas bordeadas de bananos, donde
el silencio parecía llevado de otra parte, todavía sin usar, y era por eso tan torpe para transmitir
la voz. A veces no se entendía muy bien lo dicho a medio metro de distancia, y, sin embargo,
resultaba perfectamente comprensible al otro extremo de la plantación. Para las muchachas de
Macondo aquel juego novedoso era motivo de risas y sobresaltos, de sustos y burlas, y por las
noches se hablaba del paseo como de una experiencia de sueño. Era tal el prestigio de aquel
silencio, que Úrsula no tuvo corazón para privar de la diversión a Remedios, la bella, y le permitió
ir una tarde, siempre que se pusiera un sombrero y un traje adecuado. Desde que el grupo de
amigas entró a la plantación, el aire se impregnó de una fragancia mortal. Los hombres que
trabajaban en las zanjas se sintieron poseídos por una rara fascinación, amenazados por un
peligro invisible, y muchos sucumbieron a los terribles deseos de llorar. Remedios, la bella, y, sus
espantadas amigas, lograron refugiarse en una casa próxima cuando estaban a punto de ser
asaltadas por un tropel de machos feroces. Poco después fueron rescatadas por los cuatro
Aurelianos, cuyas cruces de ceniza infundían un respeto sagrado, como si fueran una marca de
casta, un sello de invulnerabilidad. Remedios, la bella, no le contó a nadie que uno de los
hombres, aprovechando el tumulto, le alcanzó a agredir El vientre con una mano que más bien
parecía una garra de águila aferrándose al borde de un precipicio. Ella se enfrentó al agresor en
una especie de deslumbramiento instantáneo, y vio los ojos desconsolados que quedaron
impresos en su corazón como una brasa de lástima. Esa noche, el hombre se jactó de su audacia
y presumió de su suerte en la Calle de los Turcos, minutos antes de que la patada de un caballo
le destrozara el pecho, y una muchedumbre de forasteros lo viera agonizar en mitad de la calle,
ahogándose en vómitos de sangre.
La suposición de que Remedios, la bella, poseía poderes de muerte, estaba entonces
sustentada por cuatro hechos irrebatibles. Aunque algunos hombres ligeros de palabra se complacían
en decir que bien valía sacrificar la vida por una noche de amor con tan conturbadora mujer,
la verdad fue que ninguno hizo esfuerzos por conseguirlo. Tal vez, no sólo para rendirla sino
también para conjurar sus peligros, habría bastado con un sentimiento tan primitivo y simple
como el amor, pero eso fue lo único que no se le ocurrió a nadie. Úrsula no volvió o ocuparse de
ella. En otra época, cuando todavía no renunciaba al propósito de salvarla para el mundo, procuró
que se interesara por los asuntos elementales de la casa. «Los hombres piden más de lo que tú
crees -le decía enigmáticamente. Hay mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho que sufrir
por pequeñeces, además de lo que crees.» En el fondo se engañaba a si misma tratando de
adiestraría para la felicidad doméstica, porque estaba convencida de que una vez satisfecha la
pasión, no había un hombre sobre la tierra capaz de soportar así fuera por un día una negligencia
que estaba más allá de toda comprensión. El nacimiento del último José Arcadio, y su inquebrantable
voluntad de educarlo para Papa, terminaron por hacerla desistir de sus preocupaciones
por la bisnieta. La abandonó a su suerte, confiando que tarde o temprano ocurriera un milagro, y
que en este mundo donde había de todo hubiera también un hombre con suficiente cachaza para
cargar con ella. Ya desde mucho antes, Amaranta había renunciado a toda tentativa de
convertirla en una mujer útil. Desde las tardes olvidadas del costurero, cuando la sobrina apenas
se interesaba por darle vuelta a la manivela de la máquina de coser, llegó a la conclusión simple
de que era boba. «Vamos a tener que rifarte», le decía, perpleja ante su impermeabilidad a la
palabra de los hombres. Más tarde, cuando Úrsula se empeñó en que Remedios, la bella, asistiera
a misa con la cara cubierta con una mantilla, Amaranta pensó que aquel recurso misterioso reCien
sultaría tan provocador, que muy pronto habría un hombre lo bastante intrigado como para
buscar con paciencia el punto débil de su corazón. Pero cuando vio la forma insensata en que
despreció a un pretendiente que por muchos motivos era más apetecible que un príncipe,
renunció a toda esperanza. Fernanda no hizo siquiera la tentativa de comprenderla. Cuando vio a
Remedios, la bella, vestida de reina en el carnaval sangriento, pensó que era una criatura
extraordinaria. Pero cuando la vio comiendo con las manos, incapaz de dar una respuesta que no
fuera un prodigio de simplicidad, lo único que lamentó fue que los bobos de familia tuvieran una
vida tan larga. A pesar de que el coronel Aureliano Buendía seguía creyendo y repitiendo que
Remedios, la bella, era en realidad el ser más lúcido que había conocido jamás, y que lo
demostraba a cada momento con su asombrosa habilidad para burlarse de todos, la abandonaron
a la buena de Dios. Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces
a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus
comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de
marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las
mujeres de la casa. Apenas habían empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella,
estaba transparentada por una palidez intensa.
-¿Te sientes mal? -le preguntó.
Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de
lástima.
-Al contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas
de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los
encajes de sus pollerinas y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que
Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad
para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz,
viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las
sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y
pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con
ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la
memoria.
Los forasteros, por supuesto, pensaron que Remedios, la bella, había sucumbido por fin a su
irrevocable destino de abeja reina, y que su familia trataba de salvar la honra con la patraña de la
levitación. Fernanda, mordida por la envidia, terminó por aceptar el prodigio, y durante mucho
tiempo siguió rogando a Dios que le devolviera las sábanas. La mayoría creyó en el milagro, y
hasta se encendieron velas y se rezaron novenarios. Tal vez no se hubiera vuelto a hablar de otra
cosa en mucho tiempo, si el bárbaro exterminio de los Aurelianos no hubiera sustituido el
asombro por el espanto. Aunque nunca lo identificó como un presagio, el coronel Aureliano
Buendía había previsto en cierto modo el trágico final de sus hijos. Cuando Aureliano Serrador y
Aureliano Arcaya, los dos que llegaron en el tumulto, manifestaron la voluntad de quedarse en
Macondo, su padre trató de disuadirlos. No entendía qué iban a hacer en un pueblo que de la
noche a la mañana se había convertido en un lugar de peligro. Pero Aureliano Centeno y
Aureliano Triste, apoyados por Aureliano Segundo, les dieron trabajo en sus empresas. El coronel
Aureliano Buendía tenía motivos todavía muy confusos para no patrocinar aquella determinación.
Desde que vio al señor Brown en el primer automóvil que llegó a Macondo -un convertible
anaranjado con una corneta que espantaba a los perros con sus ladridos-, el viejo guerrero se
indignó con los serviles aspavientos de la gente, y se dio cuenta de que algo había cambiado en
la índole de los hombres desde los tiempos en que abandonaban mujeres e hijos y se echaban
una escopeta al hombro para irse a la guerra. Las autoridades locales, después del armisticio de
Neerlandia, eran alcaldes sin iniciativa, jueces decorativos, escogidos entre los pacíficos y
cansados conservadores de Macondo. «Este es un régimen de pobres diablos comentaba el
coronel Aureliano Buendía cuando veía pasar a los policías descalzos armados de bolillos de palo-.
Hicimos tantas guerras, y todo para que no nos pintaran la casa de azul.» Cuando llegó la
compañía bananera, sin embargo, los funcionarios locales fueron sustituidos por forasteros
autoritarios, que el señor Brown se llevó a vivir en el gallinero electrificado, para que gozaran,
según explicó, de la dignidad que correspondía a su investidura, y no padecieran el calor y los
mosquitos y las incontables incomodidades y privaciones del pueblo. Los antiguos policías fueron
reemplazados por sicarios de machetes. Encerrado en el taller, el coronel Aureliano Buendía
pensaba en estos cambios, y por primera vez en sus callados años de soledad lo atormentó la
definida certidumbre de que había sido un error no proseguir la guerra hasta sus últimas
consecuencias. Por esos días, un hermano del olvidado coronel Magnífico Visbal llevó su nieto de
siete años a tomar un refresco en los carritos de la plaza, y porque el niño tropezó por accidente
con un cabo de la policía y le derramó el refresco en el uniforme, el bárbaro lo hizo picadillo a
machetazos y decapitó de un tajo al abuelo que trató de impedirlo. Todo el pueblo vio pasar al
decapitado cuando un grupo de hombres lo llevaban a su casa, y la cabeza arrastrada que una
mujer llevaba cogida por el pelo, y el talego ensangrentado donde habían metido los pedazos de
niño.
Para el coronel Aureliano Buendía fue el límite de la expiación. Se encontró de pronto
padeciendo la misma indignación que sintió en la juventud, frente al cadáver de la mujer que fue
muerta a palos porque la mordió un perro con mal de rabia. Miró a los grupos de curiosos que
estaban frente a la casa y con su antigua voz estentórea, restaurada por un hondo desprecio
contra sí mismo, les echó encima la carga de odio que ya no podía soportar en el corazón.
-¡Un día de estos -gritó- voy a armar a mis muchachos para que acaben con estos gringos de
mierda!
En el curso de esa semana, por distintos lugares del litoral, sus diecisiete hijos fueron cazados
como conejos por criminales invisibles que apuntaron al centro de sus cruces de ceniza. Aureliano
Triste salía de la casa de su madre a las siete de la noche, cuando un disparo de fusil surgido de
la oscuridad le perforó la frente. Aureliano Centeno fue encontrado en la hamaca que solía colgar
en la fábrica, con un punzón de picar hielo clavado hasta la empuñadura entre las cejas.
Aureliano Serrador había dejado a su novia en casa de sus padres después de llevarla al cine, y
regresaba por la iluminada calle de los Turcos cuando alguien que nunca fue identificado entre la
muchedumbre disparó un tiro de revólver que lo derribó dentro de un caldero de manteca
hirviendo. Pocos minutos después, alguien llamó a la puerta del cuarto donde Aureliano Arcaya
estaba encerrado con una mujer, y le gritó: «Apúrate, que están matando a tus hermanos.» La
mujer que estaba con él contó después que Aureliano Arcaya saltó de la cama y abrió la puerta, y
fue esperado con una descarga de máuser que le desbarató el cráneo. Aquella noche de muerte,
mientras la casa se preparaba para velar los cuatro cadáveres, Fernanda recorrió el pueblo como
una loca buscando a Aureliano Segundo, a quien Petra Cotes encerró en un ropero creyendo que
la consigna de exterminio incluía a todo el que llevara el nombre del coronel. No le dejó salir
hasta el cuarto día, cuando los telegramas recibidos de distintos lugares del litoral permitieron
comprender que la saña del enemigo invisible estaba dirigida solamente contra los hermanos
marcados con cruces de ceniza. Amaranta buscó la libreta de cuentas donde había anotado los
datos de los sobrinos, y a medida que llegaban los telegramas iba tachando nombres, hasta que
sólo quedó el del mayor. Lo recordaban muy bien por el contraste de su piel oscura con los
grandes ojos verdes. Se llamaba Aureliano Amador, era carpintero, y vivía en un pueblo perdido
en las estribaciones de la sierra. Después de esperar dos semanas el telegrama de su muerte,
Aureliano Segundo le mandó un emisario para prevenirlo, pensando que ignoraba la amenaza que
pesaba sobre él. El emisario regresó con la noticia de que Aureliano Amador estaba a salvo. La
noche del exterminio habían ido a buscarlo dos hombres a su casa, y habían descargado sus
revólveres contra él, pero no le habían acertado a la cruz de ceniza. Aureliano Amador logró
saltar la cerca del patio, y se perdió en los laberintos de la sierra que conocía palmo a palmo
gracias a la amistad de los indios con quienes comerciaba en maderas. No había vuelto a saberse
de él.
Fueron días negros para el coronel Aureliano Buendía. El presidente de la república le dirigió un
telegrama de pésame, en el que prometía una investigación exhaustiva, y rendía homenaje a los
muertos. Por orden suya, el alcalde se presentó al entierro con cuatro coronas fúnebres que
pretendió colocar sobre los ataúdes, pero el coronel lo puso en la calle. Después del entierro,
redactó y llevó personalmente un telegrama violento para el presidente de la república, que el
telegrafista se negó a tramitar. Entonces lo enriqueció con términos de singular agresividad, lo
metió en un sobre y lo puso al correo. Como le había ocurrido con la muerte de su esposa, como
tantas veces le ocurrió durante la guerra con la muerte de sus mejores amigos, no
experimentaba un sentimiento de pesar, sino una rabia ciega y sin dirección, una extenuante
impotencia. Llegó hasta denunciar la complicidad del padre Antonio Isabel, por haber marcado a
sus hijos con ceniza indeleble para que fueran identificados por sus enemigos. El decrépito
sacerdote que ya no hilvanaba muy bien las ideas y empezaba a espantar a los feligreses con las
disparatadas interpretaciones que intentaba en el púlpito, apareció una tarde en la casa con el
tazón donde preparaba las cenizas del miércoles, y trató de ungir con ellas a toda la familia para
demostrar que se quitaban con agua. Pero el espanto de la desgracia había calado tan hondo, que
ni la misma Fernanda se prestó al experimento, y nunca más se vio un Buendía arrodillado en el
comulgatorio el miércoles de ceniza.
El coronel Aureliano Buendía no logró recobrar la serenidad en mucho tiempo. Abandonó la
fabricación de pescaditos, comía a duras penas, y andaba como un sonámbulo por toda la casa,
arrastrando la manta y masticando una cólera sorda. Al cabo de tres meses tenía el pelo
ceniciento, el antiguo bigote de puntas engomadas chorreando sobre los labios sin color, pero en
cambio sus ojos eran otra vez las dos brasas que asustaron a quienes lo vieron nacer y que en
otro tiempo hacían rodar las sillas con sólo mirarlas. En la furia de su tormento trataba
inútilmente de provocar los presagios que guiaron su juventud por senderos de peligro hasta el
desolado yermo de la gloria. Estaba perdido, extraviado en una casa ajena donde ya nada ni
nadie le suscitaba el menor vestigio de afecto. Una vez abrió el cuarto de Melquíades, buscando
los rastros de un pasado anterior a la guerra, y sólo encontró los escombros, la basura, los
montones de porquería acumulados por tantos años de abandono. En las pastas de los libros que
nadie había vuelto a leer, en los viejos pergaminos macerados por la humedad había prosperado
una flora lívida, y en el aire que había sido el más puro y luminoso de la casa flotaba un
insoportable olor de recuerdos podridos. Una mañana encontró a Úrsula llorando bajo el castaño,
en las rodillas de su esposo muerto. El coronel Aureliano Buendía era el único habitante de la
casa que no seguía viendo al potente anciano agobiado por medio siglo de intemperie. «Saluda a
tu padre», le dijo Úrsula. Él se detuvo un instante frente al castaño, y una vez más comprobó que
tampoco aquel espacio vacío le suscitaba ningún afecto.
-¿Qué dice? -preguntó.
-Está muy triste -contestó Úrsula- porque cree que te vas a morir.
-Dígale -sonrió el coronel- que uno no se muere cuando debe, sino cuando puede.
El presagio del padre muerto removió el último rescoldo de soberbia que le quedaba en el
corazón, pero él lo confundió con un repentino soplo de fuerza. Fue por eso que asedió a Úrsula
para que le revelara en qué lugar del patio estaban enterradas las monedas de oro que
encontraron dentro del San José de yeso. «Nunca lo sabrás -le dijo ella, con una firmeza
inspirada en un viejo escarmiento-. Un día -agregó- ha de aparecer el dueño de esa fortuna, y
sólo él podrá desenterraría.» Nadie sabía por qué un hombre que siempre fue tan desprendido
había empezado a codiciar el dinero con semejante ansiedad, y no las modestas cantidades que
le habrían bastado para resolver una emergencia, sino una fortuna de magnitudes desatinadas
cuya sola mención dejó sumido en un mar de asombro a Aureliano Segundo. Los viejos
copartidarios a quienes acudió en demanda de ayuda, se escondieron para no recibirlo. Fue por
esa época que se le oyó decir: «La única diferencia actual entre liberales y conservadores, es que
los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho.» Sin embargo, insistió
con tanto ahínco, suplicó de tal modo, quebrantó a tal punto sus principios de dignidad, que con
un poco de aquí y otro poco de allá, deslizándose por todas partes con una diligencia sigilosa y
una perseverancia despiadada, consiguió reunir en ocho meses más dinero del que Úrsula tenía
enterrado. Entonces visitó al enfermo coronel Gerineldo Márquez para que lo ayudara a promover
la guerra total.
En un cierto momento, el coronel Gerineldo Márquez era en verdad el único que habría podido
mover, aun desde su mecedor de paralítico, los enmohecidos hilos de la rebelión. Después del
armisticio de Neerlandia, mientras el coronel Aureliano Buendía se refugiaba en el exilio de sus
pescaditos de oro, él se mantuvo en contacto con los oficiales rebeldes que le fueron fieles hasta
la derrota. Hizo con ellos la guerra triste de la humillación cotidiana, de las súplicas y los
memoriales, del vuelva mañana, del ya casi, del estamos estudiando su caso con la debida
atención; la guerra perdida sin remedio contra los muy atentos y seguros servidores que debían
asignar y no asignaron nunca las pensiones vitalicias. La otra guerra, la sangrienta de veinte
años, no les causó tantos estragos como la guerra corrosiva del eterno aplazamiento. El propio
coronel Gerineldo Márquez, que escapó a tres atentados, sobrevivió a cinco heridas y salió ileso
de incontables batallas, sucumbió al asedio atroz de la espera y se hundió en la derrota miserable
de la vejez, pensando en Amaranta entre los rombos de luz de una casa prestada. Los últimos
veteranos de quienes se tuvo noticia aparecieron retratados en un periódico, con la cara
levantada de indignidad, junto a un anónimo presidente de la república que les regaló unos
botones con su efigie para que los usaran en la solapa, y les restituyó una bandera sucia de
sangre y de pólvora para que la pusieran sobre sus ataúdes. Los otros, los más dignos, todavía
esperaban una carta en la penumbra de la caridad pública, muriéndose de hambre, sobreviviendo
de rabia, pudriéndose de viejos en la exquisita mierda de la gloria. De modo que cuando el
coronel Aureliano Buendía lo invitó a promover una conflagración mortal que arrasara con todo
vestigio de un régimen de corrupción y de escándalo sostenido por el invasor extranjero, el
coronel Gerineldo Márquez no pudo reprimir un estremecimiento de compasión.
-Ay, Aureliano -suspiró-, ya sabía que estabas viejo, pero ahora me doy cuenta que estás
mucho más viejo de lo que pareces.

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